Jorge Luis Carpio
Madonna grita que es una mariposa. Está sentada en una mesa de la pizzería de 23 y L y bebe cerveza acompañada de un maricón gordo que por sus ademanes, algo grotescos, se da cierto aire a mi padre. La semejanza me da gracia porque imagino a papá penetrado por un clásico bugarrón o un moderno pinguero. “No lo concibo”, me digo y sonrío. Madonna y el maricón grotesco hablan alto y con desenfado.
Es un amanecer de mayo y celebramos el cumpleaños de Maikel. La noche anterior bebimos ron y tratamos de convencer a dos tortilleras para que nos acompañaran al parque de H y 21. Pienso que hubiera sido el inicio de un buen día.
Renay, Simón el vikingo, Maikel y yo nos sentamos cerca de Madonna y el maricón grotesco. También pedimos cerveza. Un poco más distante hay dos hombres que comentan algo sobre una revista que hojean.
Madonna nos mira y sonríe. Su cara larga, los labios gruesos y el pelo ensortijado le dan cierto aire de mulata blanconaza. Su blusa es una bandera americana que le deja marcar los pechos finos. La falda le cae más abajo de las rodillas y lleva tacones altos. El otro, el maricón grotesco, viste vulgar; ya he dicho que se parece a mi padre.
“Soy una mariposa”, sigue gritando Madonna que abre los brazos y mira al techo de la pizzería. Parece que le implora a unos dioses que la torturan y después a nosotros que la contemplamos con determinado interés. Nos hace un guiño y reímos. Se para como una gitana alargada y le dice a Maikel: “no te gusto, mi chico”, volvemos a reír todos casi al mismo tiempo.
Hablamos de asuntos triviales y Madonna nos interrumpe con su discurso melodramático. La miramos porque su presencia y voz atiplada nos obligan; también la contemplan los dos hombres que comentan la revista y las camareras que están recostadas sobre el mostrador metálico. “La mariposa se ha convertido en el centro de la pizzería”, le comento a Simón el vikingo.
Deja su mesa y al maricón grotesco solos. Me alegro. Hace una especie de danza con los brazos abiertos como imitando el inicio de un vuelo y dice en un tono algo melancólico que sus alas son frágiles y necesita volar. Pienso en el vuelo de las mariposas que perseguí en mi infancia, y también en esta Madonna tropical que es todo una showoman.
Desisto de mi reflexión y la miro porque ella sigue su cháchara cada vez más entusiasta. Grita que su padre, como todos los hombres, es un sinvergüenza pero su madre no. Asentimos con la cabeza. “Te creemos”, murmura Renay.
La gente se para detrás de los cristales de la pizzería y mira esta especie de happening del amanecer. Cada vez acuden más, ya no hay espacio. Estamos rodeados de un público que de alguna forma participa del espectáculo. Tiran besos, chiflan, dicen groserías pero Madonna está concentrada y no repara en ellos. Se baja ligeramente la falda y muestra su sexo con estilo. Nos dice que es hembra, que se ha transexuado, que no le teman porque no muerde y otras cosas más...
Me fijo bien; veo que es verdad, que es una mujer y no un travesti común. Tiene el sexo largo como su cara, los labios gruesos con bellos ensortijados como su pelo. Me excito. Deseo que esta mariposa, como las de mi infancia, esté sola conmigo.
Uno de los hombres que comentan la revista grita algo que no entiendo. Por sus gestos me da la impresión de que está molesto. Madonna le responde. Él se para, trata de agarrarla. Forcejean y se insultan; salen a la calle. El hombre la toma por la cintura y la levanta: Madonna inicia su primer vuelo. La tira al piso. El público ha hecho un ruedo y les grita. Madonna cae una y otra vez y se queda tendida en la acera. Hay sangre encima de una de sus cejas cuidadosamente depiladas. Las camareras se asustan; alguien trata de tranquilizarlas. La gente se aleja despacio mirando el cuerpo de Madonna que continúa inmóvil. Nadie la toca.
Afuera, el cielo se ha nublado y comienza a lloviznar. Renay, Maikel, Simón el vikingo y yo lo hemos visto todo. Miro para la mesa y todavía queda cerveza. Me siento y bebo.
La Habana. Mayo de 2003
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